Juan José Bermejo Millano: “Fuentes de Guadalajara”. Aache Ediciones. Colección “Tierra de Guadalajara” nº 39.
Guadalajara, 2002.
¿Hay
mejor regalo que beber agua fresca del chorretón de una fuente, cuando en
verano se camina por los campos o las calles de cualquier lugar de Castilla?
Las fuentes son hoy algo ajeno a nuestro vivir cotidiano, porque antes se para
en un área de Servicio a comprar una minibotella de agua envasada, que
atreverse a beber de un caño que mana de un pétreo muro. Durante muchos siglos,
sin embargo, la única forma de saciar la sed, con calificativo de “humana”, era
aproximándose a una fuente. Que las había en todas partes de nuestra geografía
provincial, pues no en vano contamos con un clima que no deja de ser atlántico,
y por tanto generoso en lluvias durante el otoño y la primavera, las
suficientes como para cargar las fuentes para todo el año.
Cien Fuentes de Guadalajara
Vienen
estas iniciales disquisiciones a propósito de la aparición de un libro cuyo
contenido se refiere en exclusiva a las fuentes de la ciudad, y a las de la
provincia. De casta le viene a uno de los actuales barrios de Guadalajara su
apelativo de Aguas Vivas. Ya el-Idrisi,
un geógrafo árabe medieval, escribía que ese era el aspecto de esta ciudad
hermosa y acogedora. Efectivamente, por toda la ciudad surgieron siempre
fuentes, que sirvieron para algo más que para proveer de agua a su vecinos y
vecinas. Sirvieron para reunirse junto a ellas mozos y mozas, sirvieron de
mentidero, de lugar de tertulia, de sorpresas, de emociones. Las fuentes han
sido siempre algo más que un mini-edificio con salidas de agua. Han sido un
espacio social.
En
nuestra ciudad hay algunas, ya muy pocas, que aún nos recuerdan años niños, en
que corríamos a beber en ellas. Así la de la Niña, al final del paseo de San Roque,
con su estanque del que surge la taza que rebosa y echa el líquido elemento por
las mofletudas caras de anónimos duendes. O la que hay en medio del paseo de
San Roque. La más llamativa, quizás, la fuente ornamental del centro del Paseo
de la Concordia, sin olvidar la dedicada a Neptuno en el Jardinillo, frente a
San Nicolás.
Pero
las mejores fuentes, sin duda, se encuentran repartidas por toda la provincia. Este
libro, que es un encantador catálogo
de imágenes y memorias, ha sido escrito por Juan José Bermejo, un alcarreño que anda siempre fotografiando
cuanto ve en sus perennes viajes por la provincia. Se titula Fuentes de
Guadalajara, y viene dividido en once rutas, cada una encabezada por
población importante, o aglutinadas en un concepto geográfico común. Desde la
Sierra Norte al Alto Tajo, y desde el Señorío de Molina a la Campiña, son más
de un centenar las fuentes que llaman la atención. Que merecen incluso, un
viaje.
En la
Sierra destacaría el gran fuentón de Villacadima,
al norte del pueblo, que parece un pequeño monumento barroco, dando sus aguas a
las gentes (que ya no van) y al ganado. Pero no olvidamos en esta zona a Sigüenza, la ciudad de los obispos, que
vio cuajado su caserío de monumentales fuentes. Entre ellas, hoy recordamos la
que nos saluda frente a la catedral, con el escudo ciudadano, o la de la Huerta
del Obispo, que también su frontis lleva tallado en piedra el escudo del Obispo
Díaz de la Guerra.
En
la Campiña, son más humildes. La fuente de El
Cubillo de Uceda, en una hondonada junto al pueblo, es grande y generosa en
bordes para que un buen rebaño se remoje con facilidad. Por los pueblos de
junto al Henares, surgen también las fuentes sonoras: en Yunquera, en Fontanar,
en Marchamalo, en Cabanillas...
La
Alcarria es quizás el lugar donde más fuentes y más hermosas pueden verse. Si
tuviera que destacar en esta comarca una, diría que la de Solanillos del Extremo me emociona y asombra, de tan grande,
polimorfa, con utilidades para todo: pilones, caños, muros, asientos, etc. Sin
olvidar, claro está, la del vallejo de Fuentelencina,
del mismo estilo, grande y lucida.
En
la tierra de Molina hay también ejemplares de gusto. Si la preferida es Tartanedo, la llamada fuente del
obispo, que regaló uno que lo fue de Zaragoza y que había nacido en el pueblo,
llenando su frente de romanas letras con frase latina y ampulosa, no puedo
olvidarme de Buenafuente, del monasterio y poblado anejo, donde el agua que
mana de la montaña surge primero en una fuente dentro de la iglesia, y luego
emerge y se aprovecha en la plazuela que hay delante del templo. Un conjunto
realmente variado, atrayente, sorprendente siempre.
Este
libro de Fuentes de Guadalajara es sin duda un buen amigo: porque
vuelve a ofrecernos la posibilidad de viajar por la provincia toda descubriendo
aspectos entrañables de sus pueblos que hasta ahora nos habían pasado
desapercibidos. Es una muestra, también, de cómo mucha gente colabora,
prácticamente de modo anónimo (o, al menos, sin ayudas oficiales a cargo de los
presupuestos destinados a mejorar el turismo) a dar a conocer nuestra tierra, y
a animar a otros a que la vean con nuevos ojos.
Finalmente,
si yo me tuviera que quedar con una sola fuente de todas las que hay en la
provincia y este libro nos muestra, aun con todos los condicionamientos que
surgen de la elección única, me inclinaría por la de los Cuatro Caños de Pastrana. Una fuente que tiene cuerpo,
imagen, función y tradición de siglos en torno a su silueta inconfundible.
Aunque, repito, hay muchas otras que son singulares y únicas.... no puedo
olvidar ese manantial del Cifuentes
que son siete, o cien, las que echa al mundo de un solo golpe. La grande y
cobijadora de caravanas de arrieros, en el vallejo de Fuentenovilla, o las varias que surgen por el casco de Setiles,
alguna de ellas con tradicionales virtudes medicinales. Un mundo que nos
descubre Bermejo en este libro que, ya, prometo no dejar nunca muy lejos de mis
manos, cuando vaya a salir por la provincia. Porque puede que, vaya donde vaya,
me quede alguna sorpresa inédita muy a mano para visitar.
Antonio Herrera Casado
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