Jesús
Sánchez López: “La iglesia renacentista de Torija”. Aache Ediciones.
Guadalajara 2004. Colección “Tierra de Guadalajara” nº 52. ISBN 84-96236-26-9.
232 páginas.
PVP: 15 €.
Nada
menos que 232 páginas, muchas de ellas cuajadas de imágenes en color, ha
necesitado Jesús Sánchez López para resumir todo lo relativo a la
historia, el arte y las tradiciones de la iglesia parroquial de Torija. Es este
un libro en el que se aúna la investigación histórica y documental, con el
análisis detallado de los elementos patrimoniales. Se suma de amplias
descripciones de escudos heráldicos (pues tantos de ellos pueblan las paredes
del templo, que viene a ser casi un museo de la heráldica mendocina) y se
completa con recuerdos anecdóticos del pueblo, de sus sacristanes, escaladores
de torres y niños atrevidos que se descolgaban por las bóvedas. La memoria
cumplida de don Bernardino de Mendoza, escritor y militar, se salda con un
amplio capítulo dedicado al cuarto centenario de su muerte.
El
viaje a Torija es fácil, porque está en medio de todos los caminos: tras subir
la primera cuesta que aparece en la senda de Zaragoza, y viendo siempre a
manderecha su almenado castillo, entramos en Torija por una desviación bien
señalizada.
Tiene
esta villa todos los valores de la Alcarria cumplida: la gran plaza porticada,
fuentes aquí y allá, un alto castillo en un extremo y una solemne iglesia en el
otro. Fiestas a menudo, buen yantar en sus mesones, y amenidad en el paisaje
que la rodea. No se puede pedir más.
Sobre
el castillo se ha escrito mucho: libros enteros, como el que su párroco, don
Jesús [Sánchez López] ofreció no hace mucho, y hoy ofrece aún más, porque la Diputación
Provincial ha instalado, en su interior, un gran Centro de Interpretación de la
Provincia, que entrega información a cuantos lo visiten, de lo que nuestra
tierra tiene en oferta.
Pero
es la iglesia la que hoy centra nuestro viaje. La mole pétrea y gris de este
templo rememora tiempos medievales, porque en su origen fue de estilo románico,
aunque luego con el crecimiento económico de la comarca, y el apoyo sin
reservas de sus señores, los Mendoza de la rama de los Condes de Coruña (sangre
de Mendoza y Figueroa) fue creciendo y aunando arquitecturas, perfiles y
contenidos. De hecho, tras su mole poco elaborada, se concentran exquisiteces
del arte, que merece mirar en detalle.
Lo
primero, su torre, castillera también, de piedra caliza densa y medida. Lo
segundo, su portada de líneas manieristas, serlianas, con escudos tallados en
la madera de sus hojas. Lo tercero, el interior, de tres naves, hoy arreglada y
con detalles posteriores, barrocos. Pero dando con su dimensión la idea de
espacio sagrado marcado en todos sus ámbitos.
Hay
un buen puñado de otras de arte que admirar en ese interior. De una parte, el
gran retablo. Que no es el primitivo del templo, pues ese fue destruido en
guerra, como la gran reja forjada que cerraba el presbiterio. El actual retablo
procede de Atienza, de su vacía iglesia de Santa María del Rey, de la que se
sacaron cuadros y esculturas para poner en el Museo de San Gil, pero de la que
se rescató la armazón, para una vez en el templo torijano, añadirle unas
modernas pinturas que no le sientan nada mal.
Otra
cosa que asombra: el arco triunfal que da paso desde la nave central al
crucero. Ese arco es una suprema galanura del estilo plateresco, y en él se
mezclan detalles gotizante, cardinas, pilares y bichas, con los típicos
grutescos de imposible zoomorfismo, conformando una verdadera joya de la
arquitectura del Renacimiento. Solo por ese arco ya merece ser visitada la
iglesia de Torija.
Pero
seguimos con los asombros: los enterramientos de los primeros señores de la
villa, de los mendocinos vizcondes don Alonso Suárez de Mendoza, su esposa doña
Juana Jiménez de Cisneros, y descendientes. Son elementos de gracia genovesa,
tallados en su frente con escudos y angelotes que los sostienen, en una línea
de arte italiano muy nítida.
Esos
señores, y sus descendientes, fueron colocando en las partes que coronan los
pilares que escoltan el crucero grandes escudos de escayola, sucesivamente
repintados, en los que leemos las armas y símbolos heráldicos de las familias que
entroncaron con la primitiva Mendoza: Figueroa, Cisneros, Bazán, La Cerda y
Borbón. Aunque nada pone en ellos de a quien representan, para cualquiera que
sepa algo, poco, de heráldica su lectura será cosa de momento. Por si acaso, en
el libro de don Jesús Sánchez López se ofrecen sus imágenes y explicaciones
detalladas.
Otros
elementos sueltos: pues capiteles y águilas talladas, más escudos, lápidas, y
una impresionante pila bautismal, de las pocas que en la provincia tenemos
totalmente tallada y revestida de símbolos, concretamente los que marcaron la
Pasión de Cristo. Está en el bajo coro, que fue lugar de alta memoria debido a
que allí tuvo su sede la numerosa asamblea de clérigos que formaban el Cabildo
o Congregación de Legos, que don Bernardino de Mendoza fundó en este templo, a
imitación del que daba culto a San Gúdula en su catedral de Bruselas. De sus
sillas talladas, de sus antifonarios, púlpitos y atriles, nada queda, pero sí
la memoria, detallada en el libro que hoy se presenta, de lo que supuso para
Torija esta fundación, porque uno de los clérigos debía dar clases de Gramática
en la villa, y otro elementos de Canto, para que los clerizones, todos
muchachos del lugar, se formaran en el saber hablar y cantar. Quizás la
galanura de los habitantes actuales de Torija provenga de aquella suma de
voluntades. Quién sabe.
Don Bernardino de Mendoza
El
libro de Sánchez López dedicado a la iglesia de Torija no ha surgido,
precisamente ahora, de casualidad. Es idea largamente meditada y trabajada, y
es con la intención de conmemorar el cuarto centenario de la muerte de don
Bernardino de Mendoza por lo que ahora sale.
Este
individuo, ejemplo de varón listo, presto y hábil, que pobló en la España del
siglo XVI, cuando Felipe II, nació en Guadalajara y murió en Madrid, en agosto
de 1604, pero tuvo un amor claro: la villa de Torija. Después de andar media
vida de capitán de los Tercios en Flandes, de embajador del rey en Europa, y de
embajador/jefe de los servicios de inteligencia (o sea, de espía puro y duro)
en la corte británica de Isabel I, quiso que la villa de sus padres y abuelos
tuviera recuerdo de su fama, y fuera sepulcro de su roto cuerpo. Se enterró a
los pies de la grada que asciende al altar, y allí aún vemos hoy su lápida,
rota por los siglos, pero restaurada por los torijanos atentos, y en la que se
ve, por dibujo tallado, una calavera y dos tibias cruzadas, y por leyenda estas
palabras, que más o menos recuerdan su nombre, la fecha de su muerte, la frase
que le guió y algunas consideraciones pías. Obiit D. Bernardinus a Mendoza, año
M 604 a 3 de agosto. En torno a la calavera, y en latín, pone esto: “Si
no tienes poder, nada tienes que temer”. Y por la bordura, cosas de cahíz:
“Heme aquí, como el heno me sequé y ahora duermo esperando alcanzar la
resurrección de los muertos y la vida en el siglo venidero”. Todo un símbolo de
un pensamiento tradicional y religioso en el que se sustentan la mayoría de los
valores de la sociedad occidental.
AHB
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