Layna Serrano, Francisco: “Castillos de Guadalajara”. Aache Ediciones. Guadalajara, 1994. Colección “Obras Completas deLayna Serrano”, nº 2. 496 páginas, en tamaño 21 x 29 cms. y encuadernación en
tela. Edición de lujo conmemorativa del Centenario del autor.
No cabe duda que es estos días son noticia -lo son
una vez más- los castillos de Guadalajara. Acaba de aparecer un singular libro
de esos que hacen época (que la
vienen haciendo desde que hace ya más de 60 años apareció su primera edición) y
en el que su autor, el historiador y apasionado alcarreñista don Francisco
Layna Serrano, puso en avalancha de noticias, de dichos y de historias todo
cuanto puede saberse en tomo a estos monumentos tan magníficos, y cuantas anécdotas,
chismes y certezas nos han llegado de sus poseedores medievales. Los «Castillos
de Guadalajara» de Layna Serrano vuelven a abrir nos la puerta de un mundo
único, mágico y, seguro, inolvidable.
Cuando apareció este libro, en plena celebración del
centenario de Layna, hubo una especie de avalancha de compradores, de recién
nacidos a la literatura y al aprecio de la historia. Se vendieron cientos de
ejemplares (valía entonces 9.600 pesetas, que son los mismos 57,70 Euros que
sigue valiendo hoy, 20 años después) y así ha conseguido ponerse en las
estanterías, bibliotecas y corazones de muchos. Pero otros más están llegando,
y para cualquiera que viva en Guadalajara, que viaje por su provincia, este
libro magnífico y señorial es imprescindible.
Los mejores
alcázares
Si hoy, tras leer este libro voluminoso y cuajado de imágenes
coloristas, de planos meticulosos y escudos heráldicos de cientos de antiguos
magnates, me preguntaran cual es el mejor alcázar que cabe en la provincia,
aunque con cierta dificultad porque varios hay que podrían alzarse con el
liderazgo, contestaría que el de Molina
de Aragón. Es el más grande, el más airoso, el que más cumplidamente nos
ofrece viva la estampa de un gran edificio hecho para la guerra, la defensa y
la representatividad de un linaje. Si después me permitieran aumentar hasta
tres el número de los elegidos, pondrá a sus costados los castillos de Sigüenza y de Pioz. El primero por su grandiosidad y belleza; el segundo por lo
bien que aún mantiene, a pesar de su progresiva ruina, la estructura fiel de un
castillo medieval español.
Vamos a suponer, todavía, que mis interlocutores fueran generosos y me
permitieran ampliar hasta cinco el número de los mejores. Pues añadiría sin
duda el castillo de Palazuelos y
todo su conjunto completo de murallas, que convierten a este, pueblo de la
comarca seguntina en una «pequeña Ávila», en una muestra liliputiense de lo que
en el Medievo fueron los grandes burgos defendidos de bastiones pétreos; el
otro sería el de Brihuega, también
completado por su casi entera línea de amurallamiento.
Finalmente, si en un alarde de dadivosidad, me dijeran que hasta la
docena podía aumentar el listado de mis castillos favoritos, no tendría mucho
problema en añadir a los anteriores estos otros siete: de un lado el de Jadraque, por su situación sobre «el
cerro más perfecto del mundo»; de otro el castillo de Torija, por la pulcritud y elegancia de sus líneas; luego el de Atienza, por su reciedumbre de silueta
y la densidad de recuerdos históricos que atesora; más tarde el de Anguix,
guiado quizás por el maravilloso paisaje en el que se inserta; posteriormente
el de Zorita de los Canes, debido a
la soberbia grandiosidad histórica de su recinto y por su volumen también
enorme; más adelante, el de Zafra (en término de Campillo de Dueñas), en premio
a lo singular de su emplazamiento y al denuedo casi heroico de su dueño por
restaurarlo. Y, en fin, completaría la docena con el castillo de Arbeteta, que
en su equilibrio increíble sobre las rocas nos llena el corazón y las retinas
de asombro limitado.
Mitos y ritos en
las alcazabas
Cuantas clases de gentes y de fantasmas poblaron los castillos de
nuestra tierra, difícil es decirlo, pormenorizarlo o indagarlo hasta el final.
Pero si por sus dueños; por los ritos que en ellos ejercieron, y por los mitos
que a sus corpachones dejaron prendidos hubiera que clasificarlos, esta sería
la menos mala de las listas:
Castillos hechos por y para los obispos (seguntinos y toledanos): el
de Sigüenza, albergue palaciego de los jerarcas religiosos durante largos
siglos, y el de Brihuega, que ejerció de similar destino para los toledanos.
Los de Pelegrina y Riba de Santiuste como lugar de
descanso veraniego o retiro espiritual para los seguntinos, y los de Uceda y Fuentes de la
Alcarria para los de junto al Tajo.
Castillos hechos para sede principal de un linaje, de un señorío, como
puestos en la frente de un territorio y alzados en función de escudo ingente
sobre campos y multitudes: el de Molina,
hecho para los Lara, y el de Jadraque,
donde los Mendoza pusieron su espejo. Esos son los más emblemáticos.
Castillos elevados para sede de instituciones plenamente medievales:
el de Zorita de los Canes, largos
años sede capitana de la
Orden Militar de Calatrava.
Castillos ordenados para la defensa estratégica de señores feudales en
el más puro sentido de la palabra: esos son los de Cifuentes, Galve de Sorbe y
Trillo, que levantara el pendenciero infante don Juan Manuel; o los de Embid y Castilnuevo, que puso en alto el caballero don Juan Ruiz de los
Quemadales, el «caballero viejo de Molina».
Castillos propiedad siempre, aunque nadie lo crea, de los reyes de
Castilla: ese fue el de Guadalajara (que
aún hoy existe, en ruina picada, a pocos metros del palacio del Infantado).
Castillos que fueron mendocinos y le sirvieron de terraza, de salón
galante y de atalaya dominadora a los miembros prolíficos de esta familia
alcarreña: los de Torija, Jadraque otra
vez, Tendilla, Mondéjar y Palazuelos.
Castillos, incluso, para que un loco se metiera en él y desde sus
almenas atacara a los indefensos circundantes: así el de Motos, en la raya de Aragón, donde el caballero (mal nacido don
Beltrán de Oreja) Álvaro de Hita, se dedicó a esperar peregrinos, y tras
atracarlos guardar riquezas en mazmorras de las que ya hoy no queda casi ni
memoria.
Sendas y destinos
de los castillos
Terrible ha sido, sin paliativos, el destino de los castillos de
Guadalajara. Triste como pocos. Algunos de ellos, los menos, han permanecido
enteros (así el de Molina, el de Pioz,
el de Cifuentes, si es que a estos se les puede calificar de enteros, y no de
ruinas dignas). Otros, más afortunados, de su antigua miseria han recibido las
aguas bautismales de la restauración: así los de Jadraque, al que los vecinos pusieron de nuevo compuesto y cara al
viento, o el de Sigüenza, en función de Parador con superávit, o incluso los de
Torija y Zafra, a los que crecieron
las almenas como si un crecepelos sus dueños les hubieran aspereado. Y detrás
va la mayoría, silenciosa, artrósica y dolorida, que poco a poco han ido
hundiéndose, unos a lo largo de los siglos, y otros ayer mismo, porque al de Embid se le vino abajo la torre
principal no hace aún diez años, y al de Anguix le derribó la escalera de la
torre un mal viento el invierno pasado. Esos son los elementos que forman
nuestro patrimonio más rico, el más voluminoso sin duda. Estamos en la
encrucijada de dejarlos perecer, o de correr a salvarlos. De momento, el librode Layna nos acude para conocerlos mejor. Que por ahí se empieza a amarlos, y a
darles un empujón, y a alzarlos.
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