Sanz Serrulla, Javier: “Historia de la botica del Hospital de San Mateo de Sigüenza”, Aache Ediciones. Colección “Scripta Academiae” nº
28. 120 páginas. 10 Euros.
Esta es la historia de una botica. La del Hospital de San Mateo en
Sigüenza. Ni una ni otra existen ya, pero sí su historia, que ha rescatado
el doctor Sanz Serrulla de entre los borrosos manuscritos que la pintan viva
desde hace tres siglos largos.
La botica de Sigüenza surgió como un complemento
al Hospital de San Mateo, que es fundación del siglo XV, exactamente
de 1445, y que lo hizo posible un clérigo de la tierra, don Mateo Sánchez. A la
botica de Sigüenza se la llevaron por delante las bombas de la Guerra Civil, en
1937, y desde entonces el edificio en su conjunto pasó largas décadas en la más
lamentable ruina, con el claustro, las dependencias y viejos departamentos por
los suelos. Finalmente se reedificó y destinó, por parte de la Diócesis y
Cabildo, a Residencia de la Tercera Edad con el mismo título que los siglos la
pusieron de Hospital de San Mateo.
La Botica la fundo un canónigo, dos siglos
después. Se llamaba Mateo Sánchez Bravo, y fue un alto cargo del cabildo
catedralicio seguntino. Natural de Martín Muñoz, en Avila, donde había nacido
en 1604, aquí fue asesor además del Santo Oficio de la Inquisición, además de
provisor y Visitador del Obispado. Un hombre de inspecciones, a lo que se ve.
Una vez creada, financiada y mantenida por el Cabildo de la
Catedral, la dirección técnica la llevaron a lo largo de varios siglos los
boticarios, personas de rango científico, que a veces surgían desde el cargo
anterior de mancebo. El libro de Javier Sanz nos da la referencia completa,
minuciosa, jugosa como todas las noticias de la obra, de cuantos boticarios
tuvo esta institución.
Encontramos en este libro –que resulta fundamental para la
historia de la Farmacia española- sus nombres y méritos: el primero de ellos
fue Dionisio de Loarca, clérigo presbítero científico e hijo de boticario.
Que ejerció el cargo desde mediado el siglo XVII, sucediéndole a su muerte Juan
Vallejo y Blas del Castillo, este último aprendiz del anterior, quien
conseguiría el puesto no solo por ello, sino quizás por los buenos oficios que
desplegaría su hermano, Juan del Castillo, a la sazón cirujano del Cabildo, muy
querido de los canónigos. Al siglo siguiente aparecen tres nuevos profesionales
que llenan con su larga actividad la centuria entera. Ese siglo XVIII se llena
con Manuel López, durante los primeros 40 años del siglo XVIII, y García
Linares los siguientes 30 años, hasta 1774, quien seguido de Rafael de Zubiaur
se alcanza el final del siglo. El convulso XIX se llena con Andrés de Aguas y
Pedro González Robles, seguidos por Juan de Dios Olivares y finalmente con el
último de la serie, don Vicente Rodríguez Blanco, quien en 1860 ve cómo las
normas del Estado impiden a las boticas de Hospitales vender medicamentos a la
gente de la calle, con lo cual, y tras diversas peripecias legales, el Cabildo
se conforma con acatar esa orden, y dejar de producir medicinas y de venderlas.
En este precioso libro nos cuenta Javier Sanz cómo se
fabricaban las medicinas de San Mateo: El ejemplo más evidente es el que nos
deja el boticario Juan Vallejo, quien refiere que acabando el mes de marzo
o empezando el de abril, solicitaba licencia al Cabildo por dos o tres meses
pues ese era el tiempo de las flores y aprovechaba para fabricar los
medicamentos de composición vegetal que después almacenaría para dispensar
durante el resto del año. En estas tierras siempre frías la botica debió de
contar con una huerta donde cultivar las plantas necesarias. Existe la noticia
fiel de que, al menos en octubre de 1696, el hospital tenía a su servicio una
huerta donde crecían las plantas que usaba el boticario para fabricar sus
mejunges.
Que se exponían luego en los estantes y vitrinas de la
oficina. Allí había (y existieron todos hasta el año 1937) cantidad de
albarelos, matraces, pesas, y un sin fin de elementos con los que preparar,
pesar y conservar los medicamentos, Sanz Serrulla expone en la parte final de
su estudio un listado, que es largo pero emocionante, de los elementos que
contenían los albarelos de Talavera, todos en tonos azules, y tapados con
pergaminos para que no perdieran su esencia. Había allí (y solo menciono los
dos primeros items de un largo listado de escalofrío y asombro) Belemnites, más
de 20 kilos en un cajón, por lo que es fácil colegir que debía ser muy usado,
al haber tanto. La teoría es que se tomaba para “quebrar” las piedras de la
vejiga de orina y arrojarlas por la uretra. Había también Cabezas de víbora,
metidas en un bote de porcelana, y que también debía ser muy usado ya que
algunas gentes se dedicaban a la caza de este reptil para venderlo después a
las boticas. Se indicaba para las Fiebres malignas e intermitentes, viruela,
peste, y purificación de la sangre.
Había también minerales, y de ellos tomo alguno, el primero
de la lista, como referencia asombrosa de los materiales que usaba la
farmacopea antigua. Dice así Javier Sanz del Asfalto: “El de esta botica
es un gran trozo contenido en un bote de Talavera. Tiene señales de haber sido
raspado; lo usaban en la tisis pulmonar echando 5 ó 6 gotas en una cuchara que
tenía miel o azúcar; estas gotas procedían de la destilación del asfalto, sal,
mercurio y arena. A mediados del siglo XVII esta enfermedad hacía estragos en
la juventud, y el “aceite de asfalto”, como llamaban a este líquido de
destilación, llenaba la indicación antituberculosa”.
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