Ferrer González, José
María:“El poder y sus símbolos. Rollos y Picotas de Castilla-la Mancha”. Aache
Ediciones. Guadalajara, 2005. colección “Tierra de Castilla-la Mancha” nº 4.
396 páginas, numerosas ilustraciones, índices.
Al
llegar a muchos de los pueblos y villas de nuestra provincia y región,
sorprende al viajero primerizo la existencia en sus plazas, o en sus
alrededores, de unos curiosos monumentos que se alzan, enhiestos y
provocativos, tallados en piedra, levantados sobre gradas, rodeados de arboledas
o de coches aparcados si presiden una plaza, con un capitel en lo alto que
ofrece talladas cabezas de leones, de monstruos o de humanos seres gritando.
Son los elementos que prueban la capacidad que tuvo aquel lugar, aquel pueblo o
villa, de administrarse justicia a sí mismos, entre sus propios vecinos. Unos
aún le llaman rollo a ese monumento erigido. Otros le llaman picota.
Significados y
símbolos
Aunque
todos tenían la misma función, que era la conmemorativa, la señalizadora, la de
decir el título de villa que le correspondía al pueblo que lo tenía, aún queda
un sentido ambivalente para este tipo de monumentos. Y es el de su significado
último. No se pondrán nunca de acuerdo los tratadistas, los historiadores,
aquellos que solo saben lo que leen. La gente dejó vagar su imaginación más
lejos: y pensaron que eran lugares donde los poderosos castigaban a los pobres,
y una vez muertos, los colgaban por el cuello, dejándoles sacar la lengua hasta
la barbilla, y que con el aire del atardecer se dedicaran, en frase clásica y
estremecedora, a bendecir con los pies a la multitud.
Una
cosa está clara: los rollos de piedra se colocaban, tras encargar su boceto y
talla a algún escultor de más o menos prosapia, el mismo día que el delegado
regio traía el documento de concesión de villazgo. O, sin no había dado tiempo
a acabarlo, unos meses después. Pero al cumplir lo que la cancillería real
ordenaba, y que era dar la vuelta al término, todos los vecinos juntos, leyendo
las lindes, sus nombres antiguos, y poniendo las manos sobre los lugares donde
se vendería el pan, la carne y los jabones; y diciendo quien sería a partir de
ese día el alguacil, y los regidores, y el juez de paz, y el escribano, en ese
día se decía donde se ponía el rollo, y lo que significaba: que este pueblo,
que ahora es villa, tiene calidad de autogobierno en lo judicial, y que
cualquier rencilla o acusación mutua entre dos vecinos, sea otro de ellos, el
juez, quien diga lo que ha de hacerse.
Las
leyes generales del reino imponían a veces la pena de muerte. Esta quedaba para
los asesinos, los atracadores furibundos, los parricidas, los violadores, los
que prendían fuego a las cosechas y a los bosques: a los insociables, en suma,
a los que suponían un peligro serio para la vida merecidamente tranquila de
quienes se dedicaban solo a trabajar, y a amar. Y esas penas de muerte, se
ejecutaban de forma variada. No voy a entrar en detalles macabros. Pero por
mencionar los más frecuentes, decir que el garrote vil se usaba con
cierta frecuencia: era realmente un descoyuntamiento de las vértebras
cervicales, provocado violentamente aplicando una especie de torniquete triple
apoyado en los laterales del cuello y en el cogote. Al apretar la manivela, se
forzaba la salida de su sitio de las vértebras superiores, con lo cual
comprimían y lesionaban la médula espinal, justo a la altura del bulbo, y se
producía una parada respiratoria que llevaba al reo a la muerte en pocos
segundos. Otro de los métodos de ejecución sumaria era el ahorcamiento, que se
hacía como todos saben anudando en torno al cuello una fuerte soga, colgarla de
un sostén muy firme, y retirar el apoyo (una banqueta, una caja) en que estaba
el reo. Al colgar violentamente solo del cuello, la laringe y la tráquea se
estrechaban y fracturaban, produciéndose una brusca falta de entrada de aire a
los pulmones, y una asfixia aguda que llevaba a la muerte en algunos minutos.
Después
de la ejecución, al delincuente se le llevaba, ya cadáver, a colgar de “la
picota”, que nunca era ese monumento tallado en piedra gris, tan elegante, que
se alzaba en la plaza. Sino que solía ser un grueso palo con ganchos en su
extremo superior, o una columna de piedra basta, mal tallada, o un pilar de
ladrillos, puesto en alguna eminencia del terreno, visible desde todo el pueblo.
Allí colgado, el bamboleo del cadáver movido por el viento estremecía a todos,
y encogía el alma. Todos tomaban nota, y se decían: yo nunca me veré así. Dicen
que unas horas después, al despuntar el día, venían las aves carroñeras y se
encargaban de deshacerle y comerle. No existen referencias documentales de que
tal ocurriera nunca. La propia iglesia se encargaba de recoger el cadáver y
darle sepultura. Todos, hasta los criminales, son hijos de Dios. Pero estos son
símbolos, recuerdos, anécdotas: el mito que subyace en la memoria perdida. Dos
cosas hubo, el rollo y la picota. Lo que hoy encontramos en nuestros pueblos es
el primero de ellos, un símbolo de orgullo y preeminencia. Algo de lo que en
buena lógica se podía y se puede aún presumir.
Los mejores rollos de
Guadalajara
En
la provincia de Guadalajara existen más de 40 monumentos de este tipo. Y están
creciendo, por una razón muy de nuestros días: porque se están restaurando, o
incluso recuperando totalmente después de haberse perdido, algunos de ellos.
Así ha ocurrido recientemente con los de Albalate, Hontoba o Trillo. Así va a
ocurrir con el de Horche. Así ocurrió en la propia capital, que hace unos años
se levantó un rollo (idealizado) en un parque de la Avenida del Ejército.
Pero
los que subsisten desde mediados del siglo XVI, la mayoría, tienen todos una
pinta estupenda, han sido restaurados, y salen en los libros, en las fotos, y
en los reportajes. Las fiestas siguen haciéndose en su torno, y todos están
orgullosos de ellos: los naturales del pueblo, y los turistas que, cada vez
más, ex profeso, vienen a verlos.
Así
decir los nombres de Fuentenovilla,
el más hermoso de toda la provincia, sin duda. Y los de El Pozo de Guadalajara,
Valdeavellano, Lupiana, Moratilla de los Meleros, Peñalver, Budia, Durón,
Cifuentes, Alaminos, Palazuelos… Con su remate de rostros, de leones, de
carneros… mirando a cada uno de los puntos cardinales, señalando los vientos,
el amanecer, el ocaso, hablando ese idioma del símbolo tallado, el mensaje
eterno que todos entienden, porque de padres a hijos se explica el significado,
el remoto inicio, la segura cadena de los días.
Los
mejores rollos de Castilla-La Mancha
A
cientos los hubo, por las tierras de nuestra región. Se ponían en las plazas,
en los cruces de caminos. Con escudos de señores, con carátulas leoninas.
Regida por el mismo sistema político, la corona castellana, en Ocaña y en
Montesclaros, en Cabezarados y en San Román de los Montes, en Cardiel y en Maqueda,
en Carriches y en Cuerva….tanta memoria suelta, tanta piedra que habla, y todo
el tiempo de una vida para verlos, para anotarlos, para hacer una foto de
ellos, o varias, porque todos lucen sus gradas, sus columna estriada, su
remate, con cabezas de animales o humanas, con cruces, hierros, y escudos. Un
conjunto, este de los rollos de Castilla-La Mancha, que debería estar
tipificado y puesto en “rutas”, apoyado desde la administración como elemento
capital de identidad y turismo. Lo mismo da, los caminos de los políticos son
inescrutables. Los de los ciudadanos, que salen cada fin de semana a ver el
mundo, suelen ir por otros derroteros completamente distintos.
El rollo de Ocaña
En
la población toledana (aunque todavía, comarcalmente, alcarreña) de Ocaña, se
encuentra el rollo que fue más llamativo y grandioso de la región. Puesto en la
entrada de la villa, saludando a los viajeros, y diciendo sus motivos, las
reformas urbanas le han llevado hoy a una recoleta plaza frente al Teatro local
de Lope de Vega, y allí entre las cales de casas y patios, sobre la columna
tallada de su haz se eleva el linternón columnado de su remate, formado de
pilastrillas, perlas talladas, una cruz de hierro y un solemne silencio
rumoroso. A Ocaña se debe ir por muchas cosas, por su plaza mayor inaudita, por
el Museo vivo de Santo
Domingo, y por ese rollo singular, el mejor sin duda de la Región.
Un libro entretenido
sobre rollos y picotas
Ha
escrito un libro el hombre que más sabe sobre rollos y picotas en España. José
María Ferrer González nos ha entregado, recientemente, una obra monumental
(casi 400 páginas y cientos de fotografías y mapas) que titula “El poder y sus símbolos” y
que ofrece el catálogo completo de los rollos y picotas que existen, o han
existido, en Castilla. La Mancha. Más de un centenar aparecen fotografiados
desde todos los ángulos, y estudiado el cómo y el por qué de haberlos erigido,
con la historia de sus señores, de sus villanos, de sus días contados en
construcciones y ruinas. Un libro que merece conocer quien busque historias y
siluetas antiguas.
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