Carrero Eras, Pedro: Jirueque y vecindades. Viaje interior. Colección “Viajero a pie” nº 9.
Aache Ediciones. Guadalajara, 2007. 104 páginas y muchos grabados. Prólogo de
Antonio Alvar Ezquerra.
Con ese libro en la mano,
uno se hace viajero fácilmente. Te suben de nuevo las ganas de andar, de
echarse un viaje que no necesita reservas previas, ni esperas en andenes, ni
confirmaciones de etiquetas… se sale de casa con las deportivas puestas, y a
subir y bajar cuestas, a mirar horizontes, a perseguir el trámite del sol, con
sus colores.
En Jirueque se inicia el viaje
Pedro Carrero Eras es
profesor de Literatura Española en la Universidad de Alcalá. Desde que nació va
a Jadraque en verano, y a Jirueque en invierno, y a los pueblos de alrededor
(“las vecindades”) siempre que puede. Pero donde ha puesto su casa es en
Jirueque, donde charla con los vecinos, o se suma a sus fiestas.
Jirueque es lugar antiguo,
poblado desde muy remotas épocas, pues se ha encontrado un castro celtibérico
de la Edad del Hierro en el lugar del Llano Castellano. No nos habla Pedro
Carrero en su libro de viajes de esta historia, o de las andanzas de los López
de Orozco entre sus calles, ni describe los edificios con que se encuentra cada
vez que llega a la villa y trepa por sus calles. No dice nada de ese elemento
que es consustancial al ser de Jirueque: el Dorado, el enterramiento
alabastrino, medieval, de un cura que lo fue del pueblo.
El autor de esta obra se
dedica a caminar, a pensar mientras camina, a hablar en voz alta mientras piensa,
a escribir luego. La secuencia de Carrero Eras es sencilla y antigua: mira,
encadena lo que ve con lo que sabe, saca conclusiones íntimas, las dice.
Recuerda anécdotas rurales según le vienen a la mano (de mayos y de romerías) y
las liga con secuencias académicas, como aquella en que don Rafael Lapesa, su
viejo profesor, confesaba no saber nada de toponimia… lo que en realidad venía
a significar que de toponimia no sabe nadie nada.
El libro de Carrero está
escrito en los finales del otoño, y el pleno invierno. Los días cortos, los
amaneceres largos, gélidos, el centro del día reconfortado en las solanas por
el sol pírrico de mediodía, y el anochecer abrupto, comiéndoselo todo. Hace
referencia, en su caminar, a la eternidad de los tiempos, al seguro fenómeno
del “dejá vu” que tienen quienes mucho anduvieron, y a la seguridad del viajero
que sabe que alguien, hace mucho tiempo, vivió un instante similar, tomando el
sol de febrero en un solana, y escuchando música, y alguien lo vivirá de nuevo,
cuando hayan pasado cien años, o mil años. Ese “continuum” de la vida, al que
no afecta cambio climático ni letanía de sinsabores aneja, es muy propio de los
viajeros.
En cada página se acuerda de
los olores y sabores de su infancia, parece estar viendo las escenas de
segadores en los julios de cuando era pequeño, evoca a su amigo José Luis (el
de los Arenas, en Jadraque, con quien cambiaba tebeos del Capitán Trueno, y
admiraba su entusiasmo vital con aquellos “y yo más” que soltaba siempre a la
puerta de su comercio de sogas y bacalaos), y nos entrega su visión cosmológica
y panteista de la naturaleza (muy ecológica, por supuesto, porque todo viajero
de campos es ecologista a ultranza) y trata con ello de regresar a su patria,
que como en Baudelaire, y en Rilke, y en Delibes, es simplemente la infancia, a
la que todos queremos volver cuando se ponen las cosas mal en nuestro torno. Un
libro encantador, un amigo de viajes y emociones.
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